UNO. Hay algo de paradójicamente triste –más allá y muy por debajo de la tristeza sin atenuantes ni gracia alguna– en contar con tan poco espacio para escribir sobre el inmenso, expansivo e inconmensurable David Foster Wallace. Si hubiera algo de justicia espacio/temporal en este mundo, su necrológica debería –correspondiendo a su estilo y estética– ocupar por lo menos toda esta revista y estar bordada con numerosas y exhaustivas notas al pie.
Pero no.
Seamos breves: el pasado viernes 12 de septiembre el escritor norteamericano David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962) tomó la decisión de quitarse la vida (aquí debería insertarse una nota al pie explicando en detalle la historia y los diferentes modos de anudar una soga para ahorcarse) y su cuerpo fue encontrado esa noche por su mujer en su domicilio de Claremont, California. Los que lo conocían mucho o bien no parecen haberse sentido muy sorprendidos por la mala noticia.
Buena noticia: esto no pretende ni quiere ser una necrológica. Esto quiere –y espera ser– una contratapa sobre una de las obras más vivas y seguramente perdurables de la literatura contemporánea Made in USA.
DOS. Me enteré de la muerte de Wallace mientras terminaba de leer Bridge of Sighs, la nueva novela de Richard Russo. No creo que entre las muchas necrológicas dedicadas en estos días a Wallace vaya a haber una que mencione a Richard Russo junto a su nombre. Pero –ya lo advertí– esto no es una necrológica. Y no se me hace difícil relacionar a uno y otro escritor. Me explico: Wallace y Russo –cada uno a su manera y desde las antípodas de sus escritorios pero, por lo general, con generoso volumen de páginas y talento– cuentan lo mismo: la desintegración de Estados Unidos desde la entropía de familias atrapadas en pueblos pequeños o en los inmensos infiernos de estructuras corporativas más o menos eficaces.
De este modo Bridge of Sighs –con su cálido costumbrismo y su lóbrega picaresca– está mucho más cerca de lo que parece de La broma infinita, magnum opus (1,079 páginas en mi primera edición americana de 1996, igual número en la reedición subsanando erratas del 2006 y con prólogo de Dave Eggers) por la que Wallace fue celebrado en vida y ahora evocado en la muerte.
TRES. “¿Es David Foster Wallace, como algunos creen, el escritor más importante de su generación? Está claro que cuenta con la combinación necesaria de intelecto, talento y ambición en cantidades extravagantes”, se preguntaba primero y se respondía a medias la entrada que le dedicó Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors (Penguin, 2000). Y ahí –voluntaria o involuntariamente– estaba todo el dilema y el enigma. La campaña de lanzamiento de La broma infinita fue casi similar a la que se dedica a vender a un presidente. Campaña bestial de publicidad y marketing para un libro que descendía directamente de títulos como Los reconocimientos de William Gaddis, El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, El túnel de William Gass y –antes que nada y nadie– del Tristram Shandy de Lawrence Sterne, del Moby-Dick de Herman Melville, de El hombre sin atributos de Robert Musil y de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.
Así, La broma infinita gozó y padeció de una enorme atención mediática y mereció ese particular tratamiento que recibe toda Novela King Kong: el de ser adorada por nativos y celebrada por turistas a la vez que se la abate.
Los turistas dijeron primero “ohhhh” y después “aaaagh”.
Los nativos, claro, eran aquellos que venían siguiendo a Wallace desde antes, desde su debut novelístico, The Broom of the System (de 1987, que continúa inédito en castellano como el tratado Signifying Rappers: Rap and Race in the Urban Present, 1990, escrito con Mark Costello; el resto ha sido publicado por Mondadori), y desde los relatos o micronovelas reunidos en La chica del pelo raro (1989); sus formidables ensayos y artículos periodísticos (para muchos lo mejor y lo más influyente y trascendental de su obra) no demorarían en ser reunidos primero en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer (1997) y luego en Hablemos de langostas (2005).
Pero La broma infinita fue y sigue siendo uno de esos mo-mentos clave dentro del panorama literario que no es otra cosa que –como la novela de Wallace– el constante eco de un chiste sin final proyectándose hacia el abismo: la vieja y eterna discusión –a eso se refiere Eggers en su introducción– de difícil versus fácil y todo eso. De ahí que no tardaran en aparecer sites de internet enteramente lanzados a la decodificación de la novela, guías de lectura completamente dedicadas a la explicación y simplificación de los múltiples vericuetos del monstruo, y abundaran las polémicas en los medios y vernissages en cuanto a si Wallace era inventivo o, apenas, un invento. Y fueron muchos y demasiados lo que se olvidaron de decir lo más fácil de decir: que la formidable saga casi futurista estaba muy pero muy bien escrita y que abundaba en momentos emocionantes y sensibles, acercando a Wallace a las tierras de Salinger y Vonnegut, a la vez que lo consagraban como el mejor estilista y escritor satírico de su generación, junto a Bret Easton Ellis, el american psycho. Y que –tal vez lo más importante de todo para algunos– La broma infinita había sido, seguramente, un libro difícil (entendiendo por dificultad la entrega que le había exigido a su autor) de escribir pero fácil (entendiendo por facilidad el placer que obsequiaba a su lector) de leer.
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